Por Agostina Lucía Sánchez Stábile, participante del Programa de Innovadores Locales 2022 y actual facilitadora.
El 2024 trajo consigo un reordenamiento político a nivel global que tuvo efectos concretos en el financiamiento y la implementación de políticas públicas. En Argentina, las transferencias nacionales a las provincias se redujeron significativamente, afectando programas clave en áreas como salud, educación e infraestructura.
A nivel internacional, el cambio de administración en Estados Unidos implicó una revisión de la ayuda exterior, poniendo en pausa diversos fondos destinados a América Latina y el Caribe que sostenían iniciativas sociales cofinanciadas por agencias internacionales.
En el contexto actual, una pregunta clave se impone: ¿Cómo sostener programas sociales esenciales en un entorno marcado por el desfinanciamiento y la precariedad?
Para abordar este desafío, resulta imprescindible repensar el enfoque tradicional de los proyectos, que lejos de seguir un proceso lineal (que va de la comprensión del problema al financiamiento y ejecución) exigen una comprensión sistémica de problemáticas complejas y estructurales. Y en consecuencia, nos enfrentan a la necesidad de construir soluciones multisectoriales, interdisciplinarias y económicamente eficientes.
Como los guisos de nuestras abuelas en la posguerra o las compras colectivas del barrio en el 2001, la escasez de recursos y la dificultad del contexto nos empujan, una vez más, a buscar respuestas en lo colectivo y a optimizar cada recurso disponible, dirigiéndolo allí donde más impacto pueda tener.
Una estrategia histórica que nos ha permitido sobrevivir y avanzar: la inteligencia colectiva. Esa “olla común” en la que se juntan los porotos de Norma, la calabaza de la huerta de Raúl y los trozos de carne que consiguió Porota. Un espacio donde confluye lo mejor de cada uno para crear algo imperfecto, poco gourmet, pero valioso por su resiliencia, capacidad de adaptación y respuesta a las necesidades más urgentes.
Volvamos a lo que importa: programas educativos, atención primaria de salud, acompañamiento a personas en situación de vulnerabilidad, redes comunitarias que sostienen donde el mercado no llega.
Un error frecuente de los organismos del Estado (el primer actor al que solemos mirar frente a estos desafíos) es intentar resolverlos en soledad. Volcarse hacia adentro, buscar soluciones dentro de sus propias estructuras o montar nuevas desde cero. Pero ante la complejidad, querer resolverlo todo de forma aislada no solo es poco eficaz, sino que muchas veces termina siendo perjudicial..
Como plantea Luciano Crisafulli en su crítica a ciertos enfoques de innovación pública, muchas veces el “usuario en el centro” se convierte en una consigna vacía cuando las soluciones que se diseñan ignoran lo que ya existe, lo que ya funciona, lo que ya fue creado por otros actores con conocimiento situado y legitimidad territorial. Innovar no siempre implica crear desde cero; muchas veces, es tener la humildad y la inteligencia de adoptar lo que ya funciona, adaptarlo y escalarlo con criterio.
Por su parte, las organizaciones sociales (actores históricos que aparecen una y otra vez allí donde hay demandas insatisfechas) tienen un don para lo creativo. Suelen ser las primeras en reaccionar, en imaginar respuestas desde lo comunitario, en sostener casi sin recursos lo que el Estado o el mercado no ven. Sin embargo, también cargan con sus propios desafíos.
Por un lado, arrastran una desconfianza profunda hacia lo estatal, especialmente lo gubernamental se vuelve sinónimo de lo partidario. Esa confusión desgasta vínculos, erosiona la posibilidad de trabajo conjunto y les resta potencia estratégica.
Por otro lado, muchas veces, por necesidad o por resguardo, tienden a centralizar recursos y decisiones, incluso cuando comparten territorio, objetivos y poblaciones destinatarias con otras organizaciones. El miedo a perder sostenibilidad puede convertirse en una trampa: encierra, aísla y debilita.
Y todo esto sucede, vale repetirlo, en un contexto en el cual no hay margen para duplicar esfuerzos, ni recursos para sostener estructuras paralelas, ni tiempo para esperar soluciones perfectas. La crisis nos obliga a ser creativos, sí, pero también a aliarnos para sostenernos y sostener lo que importa.
Por ello, la articulación entre lo público y lo social no es una alternativa: es una necesidad. Porque cuando ambas partes se abren, se reconocen y confían, es posible construir respuestas más inteligentes, más eficientes y más humanas. Respuestas que combinan escala con cercanía, saber técnico con conocimiento territorial, institucionalidad con empatía.
Y no lo planteo desde la ficción, a pesar de los desafíos que suelen acompañar la articulación público-social (desconfianza, egos, burocracias complejas, desencuentros de objetivos, lenguajes distintos, falta de transparencia o compromiso), algunas ciudades ya han dado pasos concretos y esperanzadores en esa dirección.
Caso: Menos Brecha, Más Comunidad
Este caso me toca especialmente. En 2022, desde el Municipio de la Ciudad de Córdoba, Argentina, nos enfrentamos al desafío de coordinar el programa “Menos Brecha, Más Comunidad”, una iniciativa orientada a reducir la brecha digital en nuestra ciudad. Pero el verdadero reto no era solo el qué, sino el cómo: cómo hacerlo con más efectividad, cómo escalar sin perder profundidad, cómo dar respuesta a las necesidades sin duplicar esfuerzos.
Fue entonces cuando participamos del PIL (Programa de Innovadores Locales), un espacio desde el cual no solo validamos muchas de las hipótesis que como equipo veníamos formulando (y desestimamos sesgos que nos habíamos construido), sino que conocimos a otros actores que ya venían trabajando en el tema, con experiencia y metodologías probadas en áreas donde nosotros aún dábamos los primeros pasos. Esa famosa “red de cambio” nos transformó: nos permitió imaginar una nueva forma de implementar políticas públicas, basada en el trabajo en red, la confianza, la apertura y la cooperación.
Así fue como, en lugar de diseñar todo desde cero, decidimos hacerlo en alianza. Convergimos en objetivos, compartimos recursos y, sobre todo, aprendimos a reconocernos mutuamente. Desde entonces, “Menos Brecha, Más Comunidad” se construye en colaboración: el municipio aporta su capilaridad territorial, los espacios físicos y su capacidad de convocatoria, mientras que las organizaciones ofrecen su experticia en desarrollo de contenidos, llegada a docentes especializados y seguimiento pedagógico.
En 2024, la incorporación de la Fundación Tecnología con Propósito marcó un nuevo hito en esta construcción colectiva. Por primera vez, las mesas de planificación fueron realmente compartidas: el municipio identificaba la demanda desde el territorio; la Fundación, con una solución pedagógica testeada aportaba contenidos, docentes y un fuerte enfoque en resultados; y el equipo de “Menos Brecha” se encargaba de garantizar los espacios físicos y convocar a los destinatarios.
Solo en un año, más de 1.300 personas accedieron a formación gratuita en habilidades digitales. Ambos actores superaron sus metas iniciales, potenciando sus fortalezas y apoyándose en su aliado en los puntos más desafiantes. Así, la articulación dejó de ser una apuesta y se convirtió en evidencia: cooperar no es una opción idealista, sino una estrategia inteligente en tiempos de escasez.
A quienes hoy ocupan lugares de decisión en el Estado y dudan en abrir sus puertas a las organizaciones sociales, vale recordar que ninguna gestión lo sabe todo ni lo puede todo. La experiencia y la especialización que muchas organizaciones traen consigo no son una amenaza, sino un recurso valioso para responder de forma más rápida, empática y efectiva a los problemas complejos de nuestra sociedad.
A las organizaciones que aún desconfían o sienten que trabajar con el Estado es demasiado difícil, burocrático o desgastante, les diría que el cambio de escala solo es posible cuando nuestras soluciones trascienden nuestros propios límites. El trabajo conjunto puede ser imperfecto, sí, pero cuando se logra, transforma realidades.
Como aquellos guisos de abuelas donde cada quien, con amor, humildad y respeto traía lo que tenía, las alianzas bien tejidas son hoy la olla popular del futuro: imperfectas, resilientes, nacidas del encuentro, capaces de sostener lo esencial incluso en medio de la escasez.